Aquella mañana el cielo de Córdoba parecía que nunca cesaría en su llanto. Azahara siempre inquieta parecía inmóvil en su pupitre, absorta; reflexionaba sobre aquellas lágrimas que estaban humedeciendo todo lo que ella podía alcanzar a ver más allá de la ventana, más allá de aquella clase, más allá de aquella escuela. Era demasiada tristeza para Azahara, aquel ejército de lágrimas que desfilaba por el horizonte se convertía en anarquía nada más tomar el suelo, fue entonces cuando ella se dio cuenta de que las clases habían ya finalizado.
Evitaba los pucheros que tanta tristeza había provocado y que aún yacían en aquel suelo, en aquel camino que la llevaba a su casa. No podía quitarse de la cabeza la redacción que la profesora le había mandado a ella y a todos sus compañeros: “Mañana quiero que me traigáis hecha una redacción sobre el Museo Arqueológico”. Azahara vivía cerca del Museo, pero sin embargo nunca nadie le habló de él, era un auténtico mundo desconocido para ella, un mundo inexistente y además un mundo que a ella se le antojaba que debía de ser muy aburrido, nunca jamás a partir de hoy volverá a pensar así porque nunca jamás olvidará el día en que soñó con lágrimas de lluvia.
Le comentó a su madre cual era su tarea para esta tarde y la madre de Azahara se comprometió en llevarla después de comer; “luego te llevo al Museo Arqueológico ese Azahara, ahora comete todo el plato Azahara y no te pongas tan pesada”. Azahara era una niña inquieta y una lectora voraz, pasaba las tardes en el laboratorio secreto de Harry Potter o en Carabanchel con Manolito gafotas cuidando de el Ímbecil, sin embargo, hacer la redacción del museo no le apetecía nada, ni siquiera visitarlo, todo le parecía aburrido.
Azahara se retiró de la mesa y subió las escaleras que la llevaban hacia su universo, hacia su dormitorio. Se tendió sobre la cama y le pidio a Teddy que estaba tranquilamente reposando sobre la almohada que por favor le acompañase al museo a ella y a su madre esta tarde. A Teddy no le dio tiempo a contestarle.
Allí estaba ella, sola. Frente a la puerta del Museo Arqueológico, aquella tarde no había nadie en las inmediaciones de la Plaza de Jerónimo Páez y es que el cielo no dejó de llorar en todo ese día.
“El museo permanecerá cerrado por las lágrimas de sus esculturas”, eso fue lo que Azahara leyó en el cártel que colgaba en la puerta. La niña miraba a todos lados y no veía a nadie, retrocedía para marcharse cuando a sus oídos llegó una voz que procedía del otro lado de la puerta, parecía la voz de una mujer y esta le decía: “pasa Azahara, te estábamos esperando”.
No sabía si hacerlo o no, no sabía cuál era la mejor opción, no sabía si tenía más miedo que curiosidad, pero cruzó la puerta.
No se lo podía creer, un escalofrío le invadió el cuerpo y por el momento la poseyó, pudo deshacerse de él, era un niña valiente, se recuperó, allí no lloraba nadie, el cielo parecía no existir dentro del museo, alguien se acercó a ella, era una mujer joven, su tez era totalmente blanca, le concedió el calor de su mano para guiar a Azahara hacia una sala del museo, la niña le prestó la suya…
No pude terminar el relato. No pude hacerlo, me faltó empeño.
Este relato sin concluir no tiene aún final y no creo que lo tenga nunca, pero a él le debo muchas cosas, aunque esté sin terminar. Todo empezó hace un par de meses o tres, no recuerdo bien la fecha en concreto, si recuerdo que fui a la Filmoteca a ver una película, allí encontré un díptico sobre un premio de relato corto. El premio lo convocaba el Museo Arqueológico de Córdoba, para concurrir en él sólo había que cumplir dos requisitos, que la historia hablase sobre el Museo Arqueológico y que la extensión no superase los dos folios. Guardé el díptico y me lo metí en el bolsillo. Sabía que algo tenía que escribir, no se el qué, no sé el como, y ni siquiera sabía el cuando.
Pasó el tiempo, como siempre hace ese jodido enemigo de todos menos del que inventó aquella frase que dice: “el tiempo lo cura todo”, aquél que formulo esa frase debería estar bajo los efectos de alguna sustancia psicotrópica. Bajo esos mismos efectos pero sin haber consumido sustancia alguna, me encontraba en mi clase, y como de costumbre también me encontraba en mi castillo (leer “Los trenes vienen de Australia”), de aquí para ya, viajando de un lado a otro y pensando mil cosas, nunca fue mi fuerte prestarle atención al profesor, eso sí, hay como no grandes excepciones que me han hecho abandonar la fortaleza de mi castillo, tal vez por que esas excepciones, porque esos profesores me abrieron las puertas de su castillo.
Fue allí, donde se me pasó por la cabeza esta historia: en la Universidad, pasó la musa, la vi, me miro a los ojos, me guiñó uno y se fue, pude coger lo que pude de ella, y es lo que os he enseñado, lo que me dio tiempo a escribir, la musa tenía un final fantástico pero la misma Universidad que me mostró a la musa me la robó porque me robó el tiempo necesario para aprovecharla (siempre, la misma excusa: “falta de tiempo”).
Que la imaginación te brinde historias y que no puedas plasmarlas me parece un crimen, un crimen a lo fantástico, un crimen a ella o a él, al protagonista, una conspiración contra ti mismo, una auténtica necedad.
No he podido concluir la historia, pero es muy difícil que eso me vuelva a pasar, he comprendido que no puedo asesinar más en mi mente, que no puedo frenar más mi imaginación, y que el tiempo no me puede robar nada que yo no lo quiera entregar a él. Azahara tiene aquí su pequeño homenaje, Gracias.